En los últimos años ha aumento la fascinación por los personajes de Disney, especialmente por las princesas-heroínas protagonistas de películas como Brave o Frozen . Las princesas de Disney no tienen defectos y todo lo que desean se puede hacer realidad. Incluso en las peores circunstancias una criatura mágica o un príncipe las salvará. Muchos niños y padres asocian estas princesas con la perfección moral y física. Pero si desfiguramos o retorcemos un tanto estos personajes obtenemos un efecto perverso.
El artista José Rodolfo Loaiza Ontiveros, en su obra Blasfemia Pop, hace que los personajes de Disney aparezcan borrachos, embarazados, gordos… con la finalidad de que tomemos conciencia de la vida real.
Las series de Alexander Palombo o Saint Hoax’s asocian el mundo de Disney a la violencia de género, el maltrato o la minusvalía. Hasta el mundo más perfecto puede tener horribles secretos o consecuencias. Viendo princesas maltratadas, tatuadas, fumando, bebiendo o en silla de ruedas sabemos que no son tan diferentes a nosotros.
Otro tema recurrente al modificar princesas es el de la sexualización de las chicas perfectas. El efecto Lolita. Las pequeñas princesas, símbolo de pureza, se convierten en chicas pin-up al modo de los años 50, o en estrellas del porno como ocurre en la obra de Dillon Boy DirtyLand. Al transformar una niña pura inocente en un sexbomb o al colocarla en posturas eróticas sacamos a relucir los secretos sucios que se esconden en cualquier cuento de hadas. Es imaginable que toda princesa tenga deseos sexuales y que el príncipe también los tenga.
Alguien podría pensar que los artistas han ido demasiado lejos, pervirtiendo un valor moral. Pero estamos hablando de arte y el arte es provocación.