Supuestamente los replicantes de 1982 ya eran del siglo XXI, al menos la ficción decía que lo eran (Los Angeles, November, 2019). Pero en pantalla carecían de la alta definición propia del siglo XXI, sus píxeles gruesos eran una piel ochentera.
En 1982 los replicantes eran robots, puede que «más humanos que los humanos», con sus miedos y preguntas metafísicas, capaces de rebelarse ante el todopoderoso: la Tyrell Corporation. Seres (vivos) que se cuestionaban su propia existencia, que dieron su vida enfrentándose a un sistema ultratecnológico (en el que no existían los móviles). Luchando hasta el final contra su maldita obsolescencia programada.
Hace ahora 35 años, eran replicantes osados, punkis con destellos glam, androides poéticos llegado el caso, hijos de una década creativa, atrevida y optimista (puede que, a la postre, una década ilusoria e ingenua). Ahora «la humanidad» y sus derivados ya no contemplan lágrimas en la lluvia ni naves más allá de Orión. Nadie invierte lo necesario en viajes espaciales; el «realismo» ha llegado a su plenitud y la única manera de humedecer los ojos es con un poco de corilio.
En 2017 -dos años antes del 2019-, el planeta se ha vuelto más distópico imposible, sin un hálito de esperanza, cercano al apocalipsis. La historia se ha convertido en una ucronía de sí misma, como un desenlace alternativo que costaba imaginar. Cae el muro de Berlín (1989), el dinero se convierte en la medida de todas las cosas. De otro lado, el fundamentalismo crece sin parar amparado en las injusticias planetarias. Llega la guerra contra el terrorismo global, las migraciones masivas. Sólo una oligarquía financiera parece salir a flote de la crisis económica mundial. Cualquier proyecto por cambiar las cosas es visto como un «buenismo» estéril e hipócrita. Además, vivimos de lleno en la era del selfie y la autosatisfacción (los que podemos). Pegados al móvil, trabajamos de sol a sol para un puñado de multinacionales. Mientras tanto, las series televisivas se apoderan del mundo de la ficción. El cine en las salas se bate en retirada. Interactuamos a solas con imágenes en 360º, con la realidad virtual, con la realidad aumentada, con el 3D…
A lo que voy. ¿Qué nos aporta visualmente Blade Runner 2049?, ¿se nos queda en la retina como la primera entrega?, ¿es igual de sublime?, ¿incide en el apocalipsis o nos da esperanzas?
Rotos los vínculos con la fantasía de bien y las utopías, ¿qué clase de humanoides son estos repliclantes en HD, cuáles sus objetivos y misiones? En un mundo en el que el mercado laboral ha expulsado cualquier tipo de réplica, que aspira al despido libre y que, por más que diga, no reniega de la explotación como base productiva, ¿son los nuevos nexus obreros complacientes?
Todas estas respuestas y otras muchas pueden llegar a responderse viendo Blade Runner 2049.
Sin desvelar nada del argumento, se puede llegar a sostener que la película sirve para que los fans de la «saga» aporten su propia versión de forma irremediable, pues viéndola no hay posibilidad de ser aséptico y cada cuál va haciendo su análisis y proponiendo un mejor argumento y, quizás, un mejor montaje.
El montaje del espectador
Para muchos nostálgicos la mejor escena pudiera llegar a ser un primer plano de Rachel, de apenas unos segundos, de 1982. Volver a disfrutar de ese plano en pantalla completa ya merece la pena. Contemplar a continuación la nueva versión de Rachel como nexus 8, o 10, nos pone en guardia sobre las apariencias y nos hace defensores de las «esencias». El HD, el 4K de la piel de los nuevos replicantes -también de las pantallas de los nuevos cines- no ha superado la textura entrañable del cine clásico. Tampoco un metraje injustificadamente largo puede servir para mejorar el argumento, ni lo hace una trama demasiado explícita, cargada de explicaciones, que por momentos se aleja de la pulsión muda y silenciosa, policiaca, romántica y opresiva de la película de los años 80.
Ahora bien, un espectador con la visión desnuda. Alguien que no haya visto la primera entrega, o que no la haya visto en el contexto de los años 80, puede pensar que las críticas son inapropiadas para la nueva versión y que se hacen desde fuera de la propia película, de una forma prejuiciosa y con exceso de celo. Un defensor de Blade Runner 2049 vendría a decir que sí es una muy buena película, con un argumento muy trabajado, unas escenas excelentes, visualmente poderosa, con un ritmo místico y capaz de trasladar la ideología de nuestro tiempo de una forma convincente. A los replicantes no se les explota, se autoexplotan en un «turbocapitalismo» que ha dado al traste con las teorías postcapitalistas actuales. No hay cambio de era, no es posible cambiar el rumbo… ¿o sí?
Es díficil para nosotros, los adeptos, los que vimos la peli con apenas 11 años en el cine, no haber esperado otra cosa que una nueva obra maestra. Denis Villeneuve no nos desagradaba para este propósito. En películas como «Prisioneros», «Sicario» o «La llegada» se deja ver a las claras su talento y algo muy importante: su sobriedad manejando los efectos especiales. Para él lo más importante es la narración y cierto toque de autoría por encima los caprichos de la producción. Está claro que ha recreado a la perfección el universo inicial de Ridley Scott (ahora productor ejecutivo). Y lo ha hecho, según ha confesado, respetando en todo lo posible los escenarios artesanales de la película original y su mundo de maquetas. Villenueve huye siempre que puede del croma de las pantallas verdes («Succionan mi energía, me deprimen» dice).
Sabemos que Blade Runner 2049 no es una secuela, sino de una extensión de la original; con el propio Rick Deckard envejecido como uno de los personajes principales (posiblemente no sea un replicante como siempre se especuló, a no ser que fuese programado con una longevidad especial).
Recordamos que en el primer Blade Runner, el hombre-dios era a la vez un hombre-estado, que no sólo tenía capacidad para programar mentes, sino que controlaba también todo el entorno social mediante un escondido sistema de chantajes.
Por los ojos entraba la doctrina y la función. Los ojos son muchos en la primera entrega: presiden la escena inicial, cuentan con su propia fábrica, se reproducen una y otra vez en la imagen ampliada de la máquina del test de empatía (máquina que entre otros estímulos recoge la dilatación involuntaria del iris y la fluctuación de la pupila); tenemos también los primeros planos mágicos de los ojos del búho de la Tyrell. Y luego resulta que los replicantes también son unos maniáticos e insisten en matar a sus víctimas enterrándoles los ojos con los pulgares. La muerte queda asociada así a la anulación de la vista.
El imperialismo se presentaba como una necesidad de Estado, necesidad impuesta por las condiciones insalubres que impone el clima y la densidad de población. Pero las colonias del espacio exterior, a modo de zonas residenciales ultraburguesas, no admiten ni insolventes ni gente con problemas de salud o complicaciones genéticas.
A los Nexus 6 se les juzgaba en términos de eficacia y operatividad. No tenían derecho a reclamar y fueron programados para no durar (4 años de vida), con lo cual se evita la adquisición de sentimientos de grupo aparte; propiedad que en la terminología del movimiento obrero siempre se ha conocido como «conciencia de clase». Rick pregunta a la cabaretista replicante, Zhora: «¿Se ha sentido explotada de alguna manera?». «¿Que quiere decir explotada?», se extraña la replicante.
Las mujeres en Blade Runner nunca toman la iniciativa, se las presenta como mujeres-objeto: «La cuarta pellejuda es Pris, una modelo básico de placer, un ítem estándar para los clubs militares de las colonias del exterior.»
El ecologismo, para finalizar con las temáticas de la película de 1982, está fuertemente representado en el libro de Philip K. Dick: «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?», texto en el que Ridley Scott se inspiró en buena parte. En la obra escrita se percibe un futuro donde los sentimientos de solidaridad de los hombres han dejado paso a una mera empatía, y se ha instaurado una religiosidad con los animales, un «mercerismo» que se esta obligado a cumplir a rajatabla. Los animales escasean, del peligro de extinción tras la Tercera Guerra Mundial (me sigo refiriendo al libro) se ha pasado a la extinción pura y dura donde las especies son casi un culto. Poseer un animal no artificial es un símbolo de estatus. Esta idea queda recogida en los tests de empatía y concretamente en un modelo particular de éstos, el llamado Voigt-Kampf, en el cual la mayoría de las preguntas tienen que ver con el trato dado a los animales. Se supone que la apatía hacia ellos es un síntoma de replicanismo.