La nueva librería se llenó de clientes desde el principio. Se llenó literalmente. Un tipo encopetado intentó entrar a ella sin éxito. Día tras día, el público que se agolpaba a la puerta no le dejaba opción alguna; y lo mismo le ocurría frente al escaparate: ni un hueco para echar una ojeada. El éxito era tal y su curiosidad tan grande que una noche se acercó cual merodeador. En el interior no había luz así que, pegado al cristal de forma compulsiva, no vio otra cosa que sus propias narices reflejadas.
Un buen día las colas cesaron por las buenas. El escaparate amaneció tapado con papel de estraza y al girar la manilla la puerta se abrió. Dentro no había nadie. Ni rastro de libros. Sólo cientos de marcapáginas esparcidos por el suelo. Recorrió el local como un sabueso hasta que descubrió, bajo una buena capa de polvo, un antiguo volumen de encuadernación veneciana o similar. Estiró el brazo para alcanzarlo y cuando rozaba su piel con las yemas de los dedos, alguien lo evitó con una mano amable sobre su hombro.
Lo siento, dijo, ya hace mucho tiempo que se vendió.